Algunas personas piden cautela para juzgar el rumbo del actual gobierno colombiano, sobre todo para no caer en la tentación de ingresar a las filas que defienden a ultranza la anterior gestión y la que apenas completa sus primeros 100 días. No hay tal rompimiento de estrategias, dicen unos, otros señalan que todo el anterior aparato opositor se tomó las riendas y nos conduce a un nuevo período de la patria boba vivida entre 1810 y 1816.
Es menester recordar entonces, que ese fue el período histórico que nuestra república vivió después de los gritos de independencia. Luego de las fiestas independentistas, en el período comprendido entre 1810 a 1816 hubo grandes conflictos internos que surgieron por opiniones encontradas acerca de la forma de organizar el nuevo gobierno. Las constantes peleas entre los federalistas y centralistas, y estos a su vez contra realistas, dieron origen a este período inestable. Durante cinco años en el Nuevo Reino de Granada cada provincia proclamó sus autoridades, cada aldea tenía su Junta independiente y soberana. La palabra federalismo se convirtió en la soberbia doctrina de la impotencia. Como resultado de estas disputas y contradicciones, para Pablo Morillo casi que resulta un paseo la reconquista (1815-1819), que culminaría con el recibimiento como héroe en Santafé de Bogotá, con calles orladas por flores y música con la que nuestra rancia aristocracia lo recibió a su arribo a esta ciudad y no hay referencia alguna a ningún Ministro del Interior y de Justicia.
Desde nuestro nacimiento como república pareciéremos sufrir sin mayor esfuerzo este síndrome. Los finales del siglo XIX y los primeros 50 años del siglo XX los consumimos en guerras intestinas para definir el modelo de estado que debería regirnos, en ello liberales y conservadores tienen la plena responsabilidad, violencia absurda que tiene su máxima expresión en el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán Cortés (1948), que serviría como abrepuertas a la guerra marxista-leninista declarada contra Colombia con las llamadas Autodefensas Campesinas, posteriormente Farc. La misma que ha pretendido mostrar como justificación cualquier organización terrorista que ha delinquido en el país.
Una década después de entrado el siglo XXI, que se pregona de la ciencia y la tecnología, seguimos sumidos en los mismos marasmos. Quién no conoce la historia está condenado a repetirla. Y precisamente, los colombianos parecen no conocer su propia historia al tolerar la persistencia de organizaciones terroristas que arrastran pensamientos políticos del siglo XIX, cuyos voceros en la legitimidad proponen disfrazar de bolivarianismo o de una nueva carátula comercial del mismo producto añejo.
En la última mitad del siglo XX, nuestros gobiernos fueron más que generosos con estas organizaciones terroristas, les abrieron puertas y ventanas del Estado para que se reinsertaran y contribuyeran al bienestar colectivo. Esas organizaciones no sólo respondieron con bombas y metralla, inventaron el secuestro político y de militares para aterrar a la sociedad. Con sonrisa bonachona el Estado respondiendo entregándoles 42.000 km2 de soberanía; fueron tantos los abusos cometidos que el país entero despertó del letargo de la patria boba y por primera vez en Colombia, la tríada funcionó: PUEBLO-ESTADO-FUERZAS MILITARES, se integraron para levantar un puño que al golpear a las Farc y Eln, las redujo a su mínima expresión, las hizo retroceder los 50 años que de impunidad habían gozado. Volvieron a ser bandas delincuenciales que recogen las doctrinas guerrilleras de los 50.
La elección de Juan Manuel Santos Calderón presuponía la continuidad de esa estrategia, especialmente en cuanto hace a cortar los vínculos de las narcoguerrillas con el apoyo surgido para ellas desde los 90 por el llamado Foro de Sao Paulo y la continuidad militante del llamado Movimiento Continental Bolivariano prohijado desde Caracas y el llamado socialismo del siglo XXI. En julio Colombia denunciaba ante la OEA y la ONU esos nexos; por responsabilidad patria el anterior Ministro de Defensa y hoy Presidente de la República debieron mantener una línea de conducta que garantizara la soberanía y la dignidad de Colombia frente a verdaderos hechos de guerra adelantados contra el país: El bloqueo económico y el apoyo a organizaciones armadas ilegales.
Poco duraron las expectativas, el presidente Santos y su homólogo venezolano se reunieron en Santa Marta para intercambiar zalemas, reunión que recién se repite en Caracas. Nada se dice sobre las Farc, no se señalan fechas para someter y extraditar a los cabecillas del narcoguerrillerismo amparados por ese país, por el contrario parece que nos comprometimos a extraditar a un narco que denunció la pirámide de corrupción favorable al narcoterrorismo en ese país, es decir nos hicimos cómplices del peor delito que nos afecta.
No es un cambio de estilo entonces, es un cambio de políticas y estrategias. Pronto recibiremos en Bogotá al dictador venezolano con carruseles de flores y de música; en el día de hoy los narcoguerrilleros secuestraron un grupo de ciudadanos de Arauca y los trasladaron a territorio veneco, seguramente para nuestros expertos en relaciones exteriores y seguridad nacional el hecho no pasará de ser un molesto contratiempo justificable por el desconocimiento que el gobierno venezolano manifestará sobre el mismo. Volvemos al país de los tres micos: el que nada ve, el que nada escucha, el que nada dice. Vuelve la patria boba que tuvo un sobresalto apenas de 8 años.
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