La manipulación mediática y los intereses ideológicos han predominado con relación a los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985, conocidos como la “Toma del Palacio de Justicia” por parte de un comando terrorista del M-19 compuesto por 40 bandidos. A partir de las 11:35 horas, dos camiones repletos de hombres, armas de largo alcance, municiones y explosivos, irrumpió por el sótano de la entidad asesinando escoltas, vigilantes y reteniendo más de 350 personas, incluidos los magistrados de las altas Cortes.
Como lo señalara un año después la Comisión de la Verdad [1], compuesta por magistrados sobrevivientes, el asalto terrorista fue financiado por Pablo Escobar que aportó 2 millones de dólares a cambio de que los asaltantes quemaran los expedientes que se estudiaban para ordenar la extradición de narcotraficantes hacia los EE.UU. Objetivo que fue cumplido por el M-19. Este hecho criminal ha sido ignorado o apenas tangencialmente tocado por historiadores, periodistas y cuantos analistas hay de los sangrientos hechos.
El saldo fue de casi 100 personas muertas, entre ellas 11 magistrados, 11 personas presuntamente desaparecidas, entre las que se encontraban siete empleados de la cafetería del edificio de la Justicia, tres visitantes y una sobrina de una magistrada que acostumbraba a guardar su carro en el parqueadero. Sólo 54 cuerpos, de 68 que fueron identificados, fueron entregados a sus familiares, y 36 fueron a parar a una fosa común, entre los que seguramente están los presuntos desparecidos.
La verdad sobre los hechos quiere trasladarse exclusivamente a las acciones militares posteriores para recuperar la edificación tomada y reducir a los delincuentes; nada se dice sobre quienes propiciaron el asalto armado violando la Constitución y la ley, para ellos opera la amnistía y el indulto que el Estado les concedió y en el peor de los casos, los sobrevivientes de la cúpula de la organización terrorista se declaran ajenos a los hechos y señalan que quienes podrían responder están muertos.
La Comisión de la Verdad señaló en su momento: “Los ex integrantes del M-19 que fueron entrevistados coinciden en afirmar que en la toma operó el principio de compartimentación de la información, porque por la experiencia que habían tenido, nadie debía conocer los operativos, ni siquiera los comandantes que estuvieran afuera; conforme a tal principio sólo sabía de ellos la comandancia general y el grupo que estaba trabajando en la operación misma. Según ellos, la toma se decidió en Cauca entre Fayad y Pizarro y no se discutió con el resto de la cúpula”[2].
La Comisión no creyó verosímil esa versión, “ya que no convence que una acción armada de tanta trascendencia sólo hubiese sido conocida por dos personas del mando superior, integrado por cinco miembros. Es lógico que la decisión militar de mayor trascendencia de la organización subversiva, que pretendía con ella nada menos que un juicio al Presidente de la República, adoptada con tanta antelación, hubiese sido conocida y ordenada por los integrantes del mando central que se encontraban en Colombia”[3], entre los que se cuentan Vera Grabe, Otty Patiño, Rosemberg Pabón, Navarro y Petro, entre otros.
Mientras los exterroristas gozan de las dignidades y reconocimientos del Estado, los militares son arrastrados literalmente a los estrados judiciales con fundamento en testimonios de fantasmas, en apreciaciones tendenciosas de fotos e imágenes periodísticas, en las declaraciones de los integrantes del M-19 como un señor Guarín y de la actividad amañada del Colectivo Alvear Restrepo y el Movice, violándose todos los principios del derecho relativos al debido proceso, al derecho a la defensa, a la presunción de inocencia y lo que es más grave, aplicando retroactivamente la norma desfavorable, como ocurre al juzgar y sentenciar al Coronel Plazas Vega por una conducta que no estaba tipificada como delito en 1985, la desaparición forzada, que solo nació jurídicamente en el 2000, 15 años después.
Como elemento de duda, para hacer aparecer más gravoso el papel del Ejército, el análisis tendencioso que se hace sobre los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985 señala que no se respetó la cadena de custodia de las pruebas, que se alteró la escena del delito y se violaron los procedimientos de policía judicial, pero ignorando ex profeso que el Ejército no tenía esas facultades y no las desarrolló, que una vez recuperado el edificio y eliminada la amenaza, fue la Policía Nacional la encargada del manejo de la situación; es más la acción de recuperación del Palacio fue conjunta entre Ejército y Policía.
Mientras se hace eco con cada aniversario del llamado angustioso del Magistrado Alfonso Reyes Echandía pidiendo que se ordenara el alto al fuego, se escondió en el olvido la amenaza del terrorista Otero quien desaforadamente gritaba ¡Aquí nos morimos todos! Como quedó registrado en los medios radiales que entrevistaban al jurista amenazado por la pistola del terrorista.
Los macabros hechos propiciados por el M-19 han querido ser reducidos históricamente a un enfrentamiento armado entre dos fuerzas: El Ejército como representante de la legalidad constitucional y el comando terrorista, mostrando de manera irreal y amañada que hubo una decisión militar de arrasar el interior del Palacio, de fumigar todo lo viviente dentro del mismo y desconociendo que precisamente fue la acción del Ejército la que permitió la supervivencia de la mayoría de los cautivos del M-19, más de 200 persona, incluso de terroristas que salieron disfrazados de víctimas como es el caso de una criminal que hoy vive a costa del Estado en México como presunta víctima del mismo.
En estos 25 años los representantes del M-19 han justificado una y otra vez la intención política del comando dirigido por Luis Otero Cifuentes, señalando que a pesar de los crímenes cometidos desde las 11:30 horas del 6 de noviembre de 1985 contra inocentes celadores y policías, el objetivo único era conducir un juicio popular contra el presidente Belisario Betancur, a quien acusaban de: “Firmar el acuerdo de cese del fuego y Diálogo Nacional con actitud dolosa y mal intencionada, abusando de la confianza de la Nación y deshonrando su alta investidura”; “impedir la expresión y la participación ciudadana en la búsqueda de soluciones políticas negociadas a los profundos antagonismos sociales que vive la Nación colombiana y de promover la guerra fratricida”; “romper la tregua mediante continuas agresiones contra las fuerzas populares alzadas en armas que suscribieron el acuerdo de cese del fuego y Diálogo Nacional” y, finalmente, “implementar una política económica y social en contravía a cualquier propósito de paz, de incitación a la sublevación popular y de entrega de la soberanía nacional”.
Nada que envidiarle al actual discurso de Alfonso Cano y las Farc, de tal manera que toda acción terrorista contra el Estado y la sociedad colombiana deberá ser considerado como parte de una acción altruista, mientras la respuesta legítima de ese Estado y sus Fuerzas Militares contra la violación a la Constitución y la ley, seguirá el rumbo de la criminalización por parte de un poder judicial plegado a los intereses ideológicos de unas minorías que mediante el terror propenden por imponernos el socialismo narcoguerrillero.
[1][1] Ver texto complete en: http://www.semana.com/documents/Doc-2123_2010114.pdf
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
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